Daniela era una perfeccionista, una amante de la estética y la belleza.
Para ella, todo debía estar en un perfecto orden; cada cosa en su lugar, en perfecta armonía.
Otra de sus obsesiones eran los pies, los propios y los ajenos. Consideraba que allí radicaba una fuente de delicadeza, que merecía ser cuidada con esmero. Así, estudió podología, y al poco tiempo consiguió empleo en un centro de estética, un lugar apropiado para ella. Llegó puntualmente a su primer día de trabajo, portando un impecable maletín nuevo, que contenía todos los elementos necesarios para su labor, también comprados el día anterior.
No tuvo que esperar mucho, ya que antes que transcurriera una hora llegó su primera clienta. Una hermosa mujer de mediana edad ingresó al gabinete y tomó asiento. Luego de los saludos de rigor, se descalzó y extrajo un libro de su cartera, concentrándose en la lectura.
Daniela abrió cuidadosamente su maletín, y observó los pies que tenía frente a ella. Pequeños y estéticos, salvo... salvo por un detalle. El dedo meñique del pie izquierdo estaba deformado, torcido de forma tal que quedaba ubicado debajo del otro dedo.
La imperfección hirió su vista.
Un instante después había solucionado el inconveniente. Se maravilló de lo preciso y eficaz que era su nuevo alicate.
Lo demás se arreglaría prontamente. La mujer dejaría de gritar, y ella misma limpiaría la sangre.
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