domingo, 12 de septiembre de 2010

Los cuentos de Mario (EL OLOR)

La suerte estaba echada.
Carlos Palmieri caminaba despacio, sintiendo la llovizna que caía sobre su cabeza y sus hombros, desparramándose por todo su cuerpo, calándolo, penetrándolo de una manera lacerante. Trató en vanamente de ordenar sus pensamientos, de hilvanar en su confuso cerebro todas las circunstancias que lo habían puesto en esas callejuelas desiertas por donde ahora transitaba, sin atender los charcos y despreciando los reparos de las casas.
Habría dado su además por no haber estado cuando sonó el teléfono en su dormitorio. Llegó a su casa como siempre. Nueve horas de oficina habían hecho su daño: estaba destrozada lo. El ascensor cubrió lentamente los siete pisos que separaban la tierra firme de su departamento. Luego de un intento fallido, provocado más por cansancio que por torpeza, introdujo la llave de la cerradura, la giró dos veces e ingresó.
Allí estaba el olor, el viejo y querido olor de sus cosas, aunque… hoy había algo diferente en ese olor; una acritud casi imperceptible y levemente empalagosa se mezcló con “su” olor.
Acostumbrado a la contaminación ominosa de su hábitat de trabajo, restó importancia a aquel detalle. Sólo quería dormir, ni siquiera ducharse antes, sólo dormir. Se desvistió desganadamente y se acostó.
Los timbrazos sonaron en sus oídos como la más efectiva de las alarmas. Sintió un odio profundo hacia aquel ruido; pensó en no atender, se revolvió rebelde en la cama y al fin, derrotado, estiró su brazo. Una voz femenina, chillona y vagamente familiar le preguntó:
-¿Sr. Palmieri?
Se sobresaltó.
-Sí… ¿Quién es?
-¿Hace mucho que no ve usted a su madre?
Una mezcla de terror y enojo lo inundó. Esa voz…
-¿Es una broma o qué? -preguntó con una voz sin fuerza para el efecto que pretendía causar.
-No es una broma, señor Palmieri, es usted un mal hijo, pues su madre ha ido a visitarlo y usted ni siquiera la ha visto, usted cree que…
No quiso oír más, era demasiado estúpido aquel diálogo a esa hora, justo la noche en la que sólo quería dormir.
Ya no pudo conciliar el sueño. Primero lo adjudicó a al llamado (esa voz), pero luego se sintió nervioso ¿Era posible que a una llamada tan ridícula le adjudicara algún viso de realidad (esa voz)?
Comenzó a sentir nuevamente ese olor, y se levantó, en cierta forma aliviado por tener algo de que ocuparse.
Se dirigió hacia el baño, pero al olor no provenía de allí. Quizás en la cocina, pero no, allí tampoco. Tal vez el llamado (esa voz) lo había inquietado. Sin embargo el olor era real, lo sentía en ese mismo instante.
Deambuló hasta el dormitorio que había ocupado su madre antes de marcharse, luego fue hasta el living-comedor, volvió al baño y a la cocina. Nada. Pero el olor estaba allí.
Se derrumbó en un sillón, encendiendo el enésimo cigarrillo de la jornada. Nunca dejaría de fumar, y si alguna vez lo lograba, volvería a comerse las uñas. Era un círculo vicioso en el que estaba inmerso por culpa de sus nervios, o tal vez de su inseguridad, o quizás de sus miedos. Sí, eso era, los miedos que lo acompañaban desde niño: miedo a la noche, al día, a la soledad de, a la gente, a hablar, a callar…
¡Dios!
Éste no era su día, se sentía descompuesto de cansancio, pero no conseguía despegarse del sillón a causa de los otros miedos: miedo a la oscuridad, a los ruidos, a las sombras, a moverse y ser descubierto… ¿Descubierto por quién? Nunca lo supo, pero ya en la infancia sabía que tenía que quedarse quieto para no ser descubierto. Si tan sólo estuviera su madre.
Su mente le dio un respiro, comenzó a relajarse, y apareció nuevamente el olor. Tenía que hacer algo, forzarse a buscar el origen, ya que de otra forma su corazón estallaría de un momento a otro.
Se levantó aterrorizado. Le quedaba la vaga esperanza de que el olor viniera de afuera. Debía ser eso, ¿qué otra cosa podía ser? Recorrió atropelladamente todos los ambientes, encendiendo todas las luces posibles; luego volvió a recorrerlos aspirando fuertemente en cada uno, pero no consiguió localizar el origen. El olor estaba en todas partes y en ninguna.
¿El llamado (esa voz) sería acaso, junto con el olor, una de las bromas de su madre? Si esto era así, tal vez estuviera ella misma escondida en algún lugar de la casa.
Debería mirar debajo de las camas y dentro de los placares, aún arriesgándose a que apareciera una mano y lo apresara. Comenzaría con su cama, por las dudas. Nada había. Mejor sería no mirar debajo de la cama de su madre, era absurdo que hubiese algo allí. Sí miraría dentro de los placares, pero sólo en los de su dormitorio. Advirtió que seguía de rodillas al lado de su cama, miró las puertas de los placares y se puso de pie. Iba a abrir una de ellas cuando la luz se apagó. Se quedó paralizado, hasta caer en la cuenta que él mismo con su brazo había rozado el interruptor.
Ya estaba totalmente alterado. Al intentar encender nuevamente la luz, se enganchó la manga de la camisa con la llave de una de las puertas del placard, y esta se abrió, golpeándole fuertemente la nariz. Sintió un dolor intenso y la sangre que empezó a salir; empujó de un puntapié la puerta, pero ésta rebotó en lugar de cerrarse, y volvió hacia él golpeándolo y derribándolo. Desde adentro del placard, un bulto enorme se precipitó encima de él.
Desesperado, enredado, comenzó a golpear uno de los extremos de esa masa hasta que sintió que se rompía y ablandaba. La falta de respuesta de esa cosa lo tranquilizó en parte, pero sólo unos segundos, los que necesitó para comprobar que había estado golpeando la cara de su madre. Sintió un profundo terror al ver ese rostro destrozado, esos ojos que lo miraban fijamente, y esa boca rota y abierta que parecía iba a decirle algo.
No le daría tiempo. Ya su madre no iba a reprocharle nada, ni amenazarlo, ni hacerle bromas. Salió corriendo del departamento y se metió en el ascensor que aún estaba en su piso. El descenso era desesperante, el silencio lo oprimía. No terminaba de bajar nunca.
Con el último esfuerzo salió a la clase. Y allí estaba ahora, caminando bajo la llovizna, tratando de pensar en cuál sería la decisión correcta. Si tan sólo estuviera ahí su madre, ella sabría qué hacer. Pero no, él era un mal hijo que nunca hacía caso. Ella lo había prevenido por teléfono. Le había dado una señal con su perfume mezclado con olor… con olor… ¿a muerto?
Lo único que podía sentir con claridad ahora, era la voz de su madre, llamándolo. Cada vez más cerca.
Se despertó, y vio una vez más el rostro sonriente de su madre, ansiosa por transmitirle las directivas del día.
Sintió esa mezcla de amor y odio que lo acompañaba siempre en presencia de su madre.
Lamentó que todo hubiera sido un sueño. Después de todo, no era una mala idea.


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