Caperucita observó en silencio a su madre. Comprendía lo que estaba pensando. Su abuela había enfermado gravemente y vivía muy lejos de allí. Para colmo, para llegar hasta su casa había que atravesar el bosque.
La madre de Caperucita se afanaba en la cocina, tratando de terminar a tiempo unos pastelitos para enviar con Caperucita a la enferma. Quería que su hija saliera enseguida, de forma tal que pudiera regresar antes del anochecer, y evitar así los peligros del bosque.
Una vez que hubo acabado, colocó los pastelillos en una primorosa canasta, los tapó con un mantel impecable, y le entregó todo a Caperucita, colmándola de recomendaciones para el camino.
Partió la niña alegremente, contenta en cierta forma de poder hacer algo diferente, aventurero, y de paso poder ayudar tanto a su madre como a su abuela.
Se fue internando cada vez más en el bosque, recogiendo flores a su paso para regalárselas a su abuela al llegar.
Finalmente llegó a su destino. Golpeó reiteradamente la puerta de la blanca casa, pero nadie le respondió. Suponiendo que su abuela estaría durmiendo, decidió ingresar a la casa de todos modos. La recibió una pulcra sala de estar donde se sentó un momento a descansar, para luego dirigirse al dormitorio. A medida que se acercaba a la habitación, comenzó a escuchar cada vez más fuerte unos bufidos que la alarmaron sobremanera, ya que los asoció con el sonido de la respiración esforzada de su abuela. Cuando ingresó al dormitorio, se quedó paralizada de espanto.
Sobre la cama yacía su abuela, ya muerta, pero no a causa de su enfermedad. Su cuerpo estaba totalmente destrozado y de cada parte manaba abundante sangre. Desparramados por el piso había trozos de toda clase: de hígado, riñones, corazón, intestinos, pelos, piel, carne, y todo lo imaginable que compone un cuerpo humano. Pero lo que colmó el horror de Caperucita, fue comprobar que el causante de todo aquello estaba allí. Un lobo, un lobo amenazante, agazapado, dispuesto a saltar sobre ella en cualquier momento.
Cuando ya se creía perdida, la puerta se abrió violentamente. El lobo retrocedió instintivamente al ver la imponente figura del leñador. Éste aprovechó la duda del cánido y adelantándose, separó la cabeza del cuerpo del infeliz animal con un certero hachazo.
El hombre tardó un instante en recuperar el aliento. Lentamente fue reconociendo el lugar hasta fijar su mirada en la figura de Caperucita, que lo miraba con ojos agradecidos. Una sonrisa comenzó a dibujarse en el curtido rostro del leñador, mientras comenzaba a acercarse a la niña. Cuando Caperucita comprendió, ya era tarde; el peso del hombre sobre ella era demasiado para resistir. Luego, sólo el dolor vergonzante de la violación.
Cuando el leñador sintió el último suspiro de Caperucita, se incorporó. Estaba satisfecho sexualmente, pero ahora sentía hambre nuevamente. Por suerte, todavía quedaban algunos restos de la vieja, aquellos que el lobo no le había podido robar.
domingo, 12 de septiembre de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario