domingo, 12 de septiembre de 2010

Los cuentos de Mario (EL VIRTUOSO)

Cuando salimos del pub estábamos eufóricos, el mundo se nos presentaba como un lugar maravilloso para vivir, y nunca hubiéramos imaginado lo que sucedería después. Todos habíamos bebido mucho, muchísimo, y estábamos muy borrachos. Pero Marcelo lo estaba de tal modo, que hasta nosotros nos dábamos cuenta.
Tal vez el motivo justificara nuestra borrachera, al fin de cuentas éramos flamantes profesionales universitarios. Todo lo que siempre habíamos anhelado, lo podríamos lograr a partir de aquel día.
No obstante, la actitud de Marcelo nos extrañaba, ya que él era para nosotros un símbolo de todo lo bueno que hay en este mundo, a punto tal que durante todos los años de facultad que pasamos juntos, no pudimos aceptarlo como uno de los nuestros. Él encarnaba la bondad suprema, la honradez, la abnegación. Siempre lo sentimos diferente de nosotros a causa de sus virtudes, y el mínimo contacto con él nos hacía sentir doblemente nuestras miserias, nos hacía avergonzar. Era un alumno brillante y se había recibido con honores, estudiando prácticamente solo durante toda la carrera, mientras nosotros armábamos y desarmábamos grupos de estudio buscando encontrar la mejor manera de pasar los exámenes con el menor esfuerzo. Casi todas estas reuniones de "estudio" terminaban en charlas inconducentes, con los hombres hablando de mujeres, las mujeres hablando de hombres, y todos hablando de sexo, y hasta algunas veces practicándolo. Todo ello regado con incontables litros de toda clase de bebidas alcohólicas, muchos de los cuales terminaban derramados sobre los apuntes que deberíamos estar estudiando.
En cambio, Marcelo se sumía en el estudio en completa soledad, aislado de todo y de todos. Ni siquiera compartía con nosotros un café a la salida de la facultad y, para ser sincero, todos nos alegrábamos por eso. No nos agradaba su compañía.
Luego, los resultados saltaban a la vista: notas brillantes para él, aprobación a duras penas para nosotros.
Jamás le conocimos una novia, ni siquiera una relación ocasional con alguna mujer. No tardó a comenzar a correr el rumor entre nosotros, sobre su eventual homosexualidad, pero la teoría fue desechada al cabo de un tiempo por falta de sustento. No había mujeres en su vida, ni nada que tuviera que ver con el sexo.
Algunos de los nuestros que alguna vez se acercaron a él por simple curiosidad, tratando de escudriñar su vida privada, llegaron a saber por su propia boca, que concurría diariamente a misa, que gustaba del ajedrez y se dedicaba a analizar las partidas de los grandes maestros. También pudieron saber que sus vacaciones consistían en ir a misionar con un grupo católico de scouts a lejanos pueblos de provincia, allí donde la miseria era extrema y la ayuda raras veces llegaba. No gustaba del cine ni del baile, y en lo que respecta a la música, sólo escuchaba la de cámara mientras estudiaba. Sentía un gran amor por los animales, y compartía su vivienda con una gran cantidad de perros a los que cuidaba con esmero, los que constituían su única familia.
Por todo ello nos extrañaba verlo así aquella noche, tanto como nos extrañó que aceptara nuestra invitación para unirse al festejo. Una invitación hecha con desgano, sólo en nombre de los años de facultad compartidos, y sabiendo de antemano que la rechazaría. Sin embargo, ante nuestros emisarios esbozó su habitual, franca, bondadosa y detestable sonrisa, y aceptó encantado el convite.
Esto nos puso a todos de mal humor, ya que no queríamos un aguafiestas entre nosotros, y hasta planeamos darle una dirección equivocada del lugar, con tal de no contarlo entre los presentes. Al fin decidimos que la suerte estaba echada, y nos resignamos.
Concurrió puntualmente a la cita, ocupando una silla vacía en un extremo de la amplia mesa. La primera sorpresa fue cuando hizo su pedido al mozo. Hubiéramos apostado cualquier cosa a que consumiría algo así como leche o granadina, pero encargó los mismos tragos que tomábamos nosotros, todos de una alta graduación alcohólica.
Permaneció en silencio toda le velada, bebiendo y sonriendo con cada una de nuestras anécdotas. Nadie intentó hacerlo participar, y tampoco él parecía interesado en que eso sucediera. Sólo bebía y sonreía en silencio.
Cuando el sueño y el cansancio comenzaron a hacer mella en nosotros, y las historias perdieron interés, decidimos irnos.
Marcelo salió junto con nosotros, y ahí fue cuando tomamos conciencia de lo mucho que había bebido, al verlo tratar de avanzar luchando a duras penas con movimientos descontrolados y torpes. Iba delante de nosotros, bamboleándose y sonriendo como recordando todo lo que se había hablado esa noche.
Nos fuimos retrasando con respecto a él, hasta que se alejó casi media cuadra, mientras nos regocijábamos con comentarios groseros y burlones sobre su estado.
Al cabo de un tiempo, observamos que se acercaba hacia nosotros uno de esos chicos de la calle que se dedican a vender ramilletes de flores en lugares públicos. Cuando llegó a la altura del encuentro con Marcelo se produjo una graciosa situación, ya que era tal la borrachera de éste, que circulaba de un extremo al otro de la vereda, y el niño no conseguía pasar. Finalmente, chocaron de frente el uno contra el otro, y el pequeño cayó de espaldas, mientras Marcelo continuaba su incierto camino.
Cuando llegamos al lugar donde había caído el chiquillo, lo encontramos con la nariz ensangrentada, sollozando. Al preguntarle si se encontraba bien, nos miró con ojos espantados, se puso de pie a duras penas y mientras se alejaba de nosotros balbuceó que el hombre con el que había tropezado lo golpeó con el puño en la nariz. Incrédulos, pensando que se trataba de un error, lo vimos alejarse.
Marcelo se había alejado aun más, de forma tal que apretamos el paso hasta alcanzarlo, sin dejar de pensar en las palabras del niño. Comenzamos a mirarlo de soslayo, todos en silencio, mientras caminábamos a su lado. La sonrisa de Marcelo se había acentuado.
Por fin llegamos a la estación donde debíamos abordar el tren. El andén aparecía despoblado, a excepción de una anciana y nosotros.
Nos desparramamos en los asientos de la sala de espera, mientras Marcelo hacía lo propio, elegantemente, en el borde de uno de ellos. La anciana nos observó un momento entre curiosa y asustada, y luego inclinó la cabeza sumiéndose en sus propios pensamientos.
Al cabo de un tiempo arribó el tren, con sus ruedas ejecutando la habitual y monótona melodía. Frenó con un bufido, y todos nos acercamos a la puerta de uno de los vagones, subiendo desordenadamente. Marcelo fue el único que recordó las normas de cortesía, colocándose detrás de la anciana para cederle el paso. Igual que en la sala de espera, nos ubicamos desmañadamente en los asientos. Al instante, el tren arrancó con un tirón y sentimos bajo nuestros pies una especie de pequeños saltos provenientes de las ruedas del vagón. El tren frenó un momento, pero luego reanudó su precisa y despreocupada marcha. Marcelo se había sentado al final del vagón, y miraba por la ventanilla con una permanente sonrisa dibujada en sus labios. La anciana no estaba en nuestro vagón.
Cuando el tren se detuvo en la estación siguiente, vimos correr al jefe de estación hacia la locomotora. Nos asomamos con curiosidad por las ventanillas, y alcanzamos a ver al hombre discutiendo acaloradamente con el maquinista. Al cabo de un rato, ambos subieron al primer vagón y no tardaron en llegar al nuestro, seguramente el único con pasajeros, salvo por la anciana.
Antes de que empezaran a hablar, comprendimos por la expresión de sus rostros que nada bueno pasaba. Desordenadamente nos explicaron que en la estación anterior, en la cual habíamos subido, una anciana había sido arrollada. Nos preguntaron si habíamos visto a la mujer, a lo cual todos respondimos que sí, y algunos recordaron el extraño traqueteo al comienzo del viaje. El maquinista coincidió en que también había sentido algo raro, y que en un primer momento detuvo la marcha, pero luego supuso que se trataría de algún perro vagabundo, y decidió continuar la marcha.
Mientras decía esto, el andén se pobló de policías, algunos de los cuales no tardaron en subir a nuestro vagón, que efectivamente era el único que llevaba pasajeros. Luego de conversar con el jefe de estación y con el maquinista, dos de ellos se llevaron a este último detenido, y el resto se acercó a nosotros, informándonos uno de los uniformados que debíamos acompañarlos a la comisaría para declarar en calidad de testigos.
Resignados a nuestra suerte, fuimos bajando uno a uno, salimos de la estación y nos fuimos acomodando en los patrulleros, mezclados con los policías. 
En la comisaría, cada uno de nosotros hizo su declaración, y fuimos quedando en libertad. Nos fuimos reuniendo en la puerta de la comisaría, y una vez que hubo salido el último, comenzamos a caminar con rumbo incierto, en un barrio extraño y con un agotamiento espantoso. Los varones caminábamos encabezando la marcha, y las chicas venían detrás.
Desde el momento en que habíamos visto correr al jefe de estación, todos nos habíamos olvidado de Marcelo; incluso en nuestras declaraciones, a ninguno se le ocurrió mencionar que él había sido el último en subir al vagón, y que se había colocado detrás de la anciana para cederle el paso.
Un perro vagabundo pasó a nuestro lado en dirección contraria, sin que ninguno de nosotros le prestase demasiada atención. Pocos segundos después, oímos un gemido estremecedor rompiendo el silencio de la noche, y todos nos volvimos sobresaltados.
A pocos metros de nosotros estaba Marcelo, con el perro tendido a sus pies, agonizando entre espasmos, mientras abundante sangre corría por la vereda llevándole la vida. 
En la mano derecha de Marcelo se destacaba el brillo de una navaja. Su rostro no había perdido la sonrisa, y sus ojos se posaron en cada uno de nosotros. Al fin, dijo:
-Todos estos años los he dedicado a estudiar, para formarme y crecer. Lo que no pude aprender fue a desenvolverme en esta sociedad, manejada por personas como ustedes. Después de la reunión de esta noche, donde he escuchado sus historias, ya sé como hacerlo.
Giró sobre sus talones sin perder la sonrisa, y se alejó lentamente de nosotros.
Nunca más volvimos a saber de él.

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