lunes, 13 de septiembre de 2010

Nombre del medicamento: Hombre (Homo erectus - Macho)

Acción terapéutica:
Ansiolítico, tranquilizante, con acción antidepresiva.  

Indicaciones:
-Hombre está especialmente indicado para mujeres portadoras de SMS  (Síndrome de Mujer Sola) y Enfermedad de NOCO.
-Tratamiento de los estados de ansiedad 
-Ansiedad asociada a depresión. 
-Prevención y tratamiento del delirium tremens. 
-Tratamiento de los estados de pánico asociados o no a agarofobia. 
-Tratamiento del mal humor e insomnio.  

Posología y forma de administración: 
Hombre debe ser usado dos veces por semana. La dosis puede aumentarse tantas veces como sea necesario hasta que desaparezcan los síntomas, la duración del tratamiento debe ajustarse a la tolerancia de la paciente. 
Si el medicamento no responde apropiadamente cámbielo por otro.   
Hombre también es apropiado para uso externo.  

Sobredosificación: 
Las manifestaciones de sobredosis incluyen sudoración  profusa, somnolencia, disminución de reflejos, dolor pelviano o anal, contracturas de cualquier tipo, etc. 
En todos los casos de sobredosis se recomienda reposo. 
Preste atención al sindrome de MALCO, en ese caso cambie por otro producto de la linea Hombre. Recuerde que el sindrome de Malco es peor que el de Noco. 

Reacciones adversas:
El uso inadecuado de Hombre, puede acarrear gravidez, náuseas y accesos de vómito, que no ceden al  interrumpir el tratamiento.
De ocurrir esto consulte con su médico.  

Plazo de Validez: 
El número del lote y la fecha de fabricación, se  encuentran en la cédula de identidad y en la  tarjeta de crédito. 
No use Hombre si está vencido.  

Precauciones y advertencias: 
El producto no es efectivo para las  pacientes  homosexuales.  
Manipúlelo con cuidado, porque Hombre explota bajo  presión, principalmente cuando se asocia con alcohol  etílico.
Es desaconsejado el uso inmediatamente después de las comidas.
No contiene repelente de mujeres por lo tanto, manténgalo lejos del alcance de las amigas y de la vecina conversadora y sonriente.
Puede hacer estragos en su producto. 
Existen en el mercado algunas marcas piratas, el embalaje es de excelente calidad, pero luego de abierto se verifica que el producto no hará efecto ninguno. Por el contrario, además de no ser eficaz en el tratamiento de las mujeres que sufren SMS, puede agravar los síntomas y hasta inhibir el efecto del medicamento correcto .  

Instrucciones para el perfecto funcionamiento de HOMBRE: 
Al abrir el paquete, ponga una cara neutra, no se muestre muy complacida con el producto. Si se siente muy seguro de sí, Hombre no funciona correctamente.
Consérvelo en lugar fresco y seguro (no se olvide que es el sexo débil).
Para motivarlo, bastan unos besitos en el cuello por la mañana. 
Para desmotivar, provea una noche de sexo intenso. Él dormirá hecho una piedra y no dirá ni buenas noches  (la falta de educación es un defecto de fábrica).
Prográmelo para firmar los cheques sin hacer muchas  preguntas. 
Cargue las baterías tres veces por día: café de mañana, almuerzo y cena.
Las cosas que sabe hacer bien (cambiar lámparas, abrir  latas en general, cambiar ruedas, cargar bolsas, colgar cuadros de la pared, cambiar canillas, duchas y lustrar zapatos) deben ser estimuladas.    

Atención:   
Hombre no tiene garantía y todos los especimenes están  sujetos a defectos de fábrica, como dejar la toalla mojada en la cama, orinar la tapa del inodoro, hacer vagancia, desordenar las cosas, criticar, reclamar, auto exaltarse, beber demasiado, comer cebolla, olvidar fechas de aniversario, roncar, etc.   
La solución es ir cambiando hasta que se halle el modelo más adecuado a las exigencias  

Mucha suerte y no prueben con los genéricos, son de mala calidad.

El verso del "hermanito" o "el servil eunuco"

Uno trata de ser honesto con sus sentimientos, con sus sensaciones. Trata de llegar a la esencia de una mujer de la manera más limpia que puede. Trata de no hacer daño a través de la mentira, aunque la verdad duela.
Avanza muy lentamente, porque la meta es alegrar un corazón y, porqué no, una piel. Esa es la meta, y no ganar un trofeo a cualquier precio.
Mis maestros de la vida (artistas de mayor o menor fama, cantantes de tango curtidos en la noche porteña, mujeres sin edad habitantes de lugares mínimos de dudosa iluminación, etc.), empezaron a forjar mi vida desde los 15 años, y me enseñaron algo que muchos desconocen: CÓDIGOS.
Cuando pudiste hablar hasta el amanecer con Goyeneche, Carlos Paiva, Floreal Ruiz, Alberto Marino o Néstor Marconi, en la mesa de cualquier tanguería de barrio. Cuando sentiste que las chicas que a fuerza de alcohol y dinero derribaban empresarios, dejaban de lado sus intereses y te adoptaban para enseñarte todos los trucos de la magia de la seducción. Cuando te sentaste a observar en silencio como nacía una pintura. Cuando mamaste todo eso desde adolescente, aprendés que las mujeres son tremendamente fuertes, pero también tiernamente frágiles. Aprendés la facilidad con que podés dañar su sensibilidad y, cuando cosechás tu siembra, la mujer se ha transformado en leona porque no le diste otra posibilidad, porque destruiste su confianza y tuvo que mutar la suavidad de su piel en la dureza de una armadura.
Y convocando la sabiduría de todos mis maestros de la vida, mis hermanos de la vida, mis compañeros de ruta, digo y sostengo que los hombres tenemos mil formas de llegar a una mujer, la mayoría de ellas de una falta de imaginación que sólo la indulgencia de la destinataria puede disimular. 
Pero de todas esas "tácticas", digo y sostengo que la más vil de todas es la del "hermanito" o "pobrecito". Este especimen es particularmente despreciable porque nunca confiesa sus verdaderas intenciones, escondiéndose en el personaje de amigo servil y hermano eunuco. Permanece agazapado a ver qué sobras puede rapiñar de la mujer elegida, la cual generalmente se encuentra debilitada anímicamente y acepta la compañía del sujeto, lo que no haría jamás en condiciones normales.
La confunde, la saca de foco, la lleva a su juego lentamente, aconsejándola con aparente interés en el bienestar de ella, pero siempre llevando agua para su molino.
Afortunadamente, la mujer supera siempre sus bajones y renace más fuerte que antes, con lo cual este tipo de sujetos lo que se lleva de ella es NADA. 
Tampoco toma en cuenta dos cosas fundamentales:
- La mujer SIEMPRE es la que toma la decisión, y si no le gusta alguien nada ni nadie la hace cambiar de idea.
- Si no hay piel entre ambos, NUNCA LA HABRÁ.
Por lo tanto, estos personajes tan despreciables para los hombres que vamos de frente, terminan siendo para esa mujer lo que intentaron aparentar: un HERMANITO ASEXUADO, EUNUCO Y SERVIL. 

Ringo y yo

Hoy agregué en el gimnasio práctica de boxeo. Y en la concentración que implica el ritmo del puching ball, comencé a recordar mis 12 años cuando practicaba el mismo deporte en Huracán, bajo las órdenes de los míticos hermanos Rago.
Pero especialmente recuerdo a Ringo Bonavena, que día a día entrenaba en el club. Todos dicen que era un chico grande, y efectivamente lo era. Gigante como una pared (más para mis 12 años), pero con el corazón de un verdadero chico de barrio, capaz de ponerse a jugar con nosotros, de dejarnos hacer guantes con él, de fingir que lo noqueábamos. Y todos los días se permitía jugar.
Tan buen amigo era, que casi se fundió prestando plata que nunca le devolvieron.
Su historia en Estados Unidos y su trágico fin allí, están lejos del Ringo que yo conocí.
Prefiero recordar al que jugaba conmigo y me regalaba su risa franca.

Reflexiones sobre facebook

Hice un "exorcismo" en mi facebook, y es el segundo que llevo a cabo. Ambos tuvieron la misma causa: ver que se estaba desviando la esencia por la cual yo tengo facebook.
Yo lo tengo por las siguientes razones: estar más cerca de amigos que habitualmente uno no ve por diferentes razones, compartiendo con ellos más momentos de la vida; también lo tengo porque me facilita el contacto profesional; y, sin ninguna duda, porque es una forma de hacerle llegar mi obra, mis sentimientos y mi pensamiento a aquellos que me interesan. Todo se resume en un sólo concepto: la trascendencia.
Claro que, en este devenir, suelen mezclarse las cosas y también suelen descubrirse otras. Estas situaciones terminan siempre teniendo un saldo positivo para uno.
Veamos algunos ejemplos, obviamente sin hacer nombres, basados en mi propia experiencia:
a) He encontrado amigos de la infancia y de la adolescencia que hacía muchísimos años que veía. Esto ha tenido, más allá de la emoción y la alegría iniciales, sus bemoles debido al paso del tiempo y las experiencias personales de las personas. He encontrado amigos que se han superado, pero también he encontrado otros desgarrados por la vida y convertidos en personas egoístas y malintencionadas. Estos últimos son una suerte de vampiros que succionan la amistad unilateralmente, usando el facebook sólo para encontrar consuelo y compañía para sus desgracias, nutrirse de uno, elevarse con las alas robadas al amigo, para desaparecer hasta que en su vuelo vuelve a caer estrepitosamente a tierra.
b) He encontrado personas extraordinarias, de inteligencia, cultura y sensibilidad sublimes, de las que uno necesita para aprender; porque el crecimiento se da cuando uno mira hacia arriba y no hacia abajo al buscar una referencia.
c) He descubierto que tengo alumnos de ambos sexos, que son realmente talentosos artísticamente, y que pueden compartir esa parte de mi vida.
d) He descubierto artistas de suprema inteligencia y capacidad, derribando las barreras del encasillamiento en la frivolidad.
e) He descubierto la verdadera belleza de algunas personas, y también que la belleza de un envase se hace trizas cuando uno empieza a ver el contenido (Como la vida misma).
f) He descubierto que hay más personas interesantes de las que yo creía, pero también muchos más estúpidos. A modo de ejemplo, puedo poner a mis amigas del facebook que, como cualquiera puede apreciar, se caracterizan la mayoría de ellas por ser muy bellas. Sin embargo, uno llega a olvidarse de lo bellas que son cuando puede comprobar la magnífica inteligencia con que han sido dotadas. Y siempre ejemplificando con ellas, he podido apreciar la terrible idiotez que somos capaces de desplegar los hombres, con elogios remanidos y babosos sin ninguna originalidad, que a veces me hacen avergonzar de mi masculinidad.
Los amigos de facebook que me han quedado son lo que yo quiero tener a mi alrededor, salvo un par de ellos a los que todavía no les llegó su momento, y merecen permanecer un poco más en mi facebook, pa' que sufran.
Al resto les pido ser juzgado como les parezca, pero con absoluta franqueza. Los que me conocen personalmente saben que yo no hago nada en mi vida que no me guste o no sienta, y saben que digo lo que pienso sin medir las consecuencias hacia mí.
En el facebook y en la vida, uno tiene muchas personas que lo quieren y muchas que no; lo importante es que uno les deje claro porqué tiene que ser o no querido.
Besos y abrazos a todos.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Los cuentos de Mario (TRISTE VEJEZ)

Era un viejo actor de segunda que siempre había vivido tratando de destacarse. Claro, le faltaba lo más importante: el talento. Entonces vendió su alma al diablo, pero tratando al mismo tiempo de quedar bien con Dios.
Se convirtió en el soplón de los poderosos que podían servir a sus fines, y no reparó en los medios para complacerlos.Así, finalmente logró su objetivo: fue convocado para actuar, y de protagonista. Justamente él, que había sido echado por incapaz de más de un lugar; justamente él, al que ninguno de sus colegas quería, por haber sido víctimas cada uno de ellos de sus intrigas.
Creyó haber tocado el cielo con las manos; por fin podría vanagloriarse de algo delante de su familia, que jamás lo había tomado en cuenta, y lo menospreciaba permanentemente.
Pero el talento seguía faltando, y no podía componer personajes, salvo aquellos que tenían que ver con su propia personalidad: un viejo dominado, un falso o un represor. Los poderosos ya no sabían qué hacer con él, pero se sentían comprometidos por los favores recibidos. No era para menos: él les había entregado en bandeja de plata las cabezas de los humildes que necesitaban trabajar, para que hicieran con ellas lo que más les conviniese.
Mientras tanto, se vanagloriaba de sus dotes de moral ante sus amistades sin comprender que, poco a poco, se iban dando cuenta de la realidad.
Finalmente se fue quedando solo, sus amigos se alejaron de él, a los poderosos ya no les fue útil, su familia tomó otros rumbos, y un día murió. Solo, sin un reconocimiento, ni el más pequeño.Cuando encontraron su cadáver, en la cama matrimonial que hacía años no podía compartir, lo único que había a su lado era un libro de Mussolini, su héroe sin alma, a quien siempre había admirado, y al que nunca pudo imitar, ni siquiera en lo malo.

Los cuentos de Mario (EL HOMBRE PEQUEÑO)

Willy Feoso nació en un país bananero, en un pueblito más bananero aun que el propio país. Tuvo la suerte y la desgracia de ser hijo único, ya que como todos saben, este hecho tiene sus pro y sus contras. En su caso particular, recibió todo lo negativo de dicha situación. Sus padres eran ya mayores cuando lo concibieron, y conformaban un matrimonio plagado de infelicidades. El padre, Aniceto, era un humilde obrero dominado por su esposa, la cual siempre le recriminaba que todo lo que tenían se lo debían a la caridad de su familia, ya que él era un don nadie. Él nunca fue capaz de imponerse, aun sabiendo que el escaso patrimonio de su familia política había sido obtenido mediante estafas y expropiaciones dolosas. Rosa, la madre de Willy, tomó su educación en forma exclusiva, sobreprotegiéndolo de una manera agobiante, haciendo de él un niño introvertido, cobarde, sin amigos, incapaz de tomar decisión alguna, y terriblemente infeliz. Claro que la única figura masculina, su padre, prácticamente no existía. Sólo la enfermiza obsesión de su madre, agravada por la influencia que ejercían sus dos tías -una abogada y lesbiana, la otra parásito de la familia y alcohólica-; y su abuela materna, una anciana autoritaria, que detestaba a la madre de Willy porque no había podido mantenerla soltera como a las otras hijas. Todas mujeres con algún tipo de problema psiquiátrico. Triste destino.- ¿Podría ser en este lugar? Durante su educación primaria y secundaria sufrió el rechazo de sus compañeros hacia sus actitudes, siempre emparentadas con el aislamiento. Las pocas veces que salía de él, era para acusar de alguna travesura a sus camaradas de estudio ante los docentes. Nada podía confiársele, ya que todo iba a parar a los oídos de maestros y profesores. Para colmo de males, concurría a un colegio católico de costumbres más propias de la época de la inquisición que de la actualidad, donde estas prácticas delatoras eran muy bien vistas por los sacerdotes que lo dirigían. Willy vivió una niñez sin niñez y una adolescencia sin adolescencia. Nunca le hacían faltar nada, y tenía lo que necesitaba aun antes de pedirlo, lo que lo transformó gradualmente en un perfecto inútil. Finalmente, llegó el momento de planificar su educación universitaria, y en esto también privó la influencia de la familia materna: sería abogado como su tía Palmira. Una carrera fácil de estudiar para alguien con pocas luces. Aprovechó la circunstancia de tener que estudiar en la capital para tratar de independizarse un poco, y se fue a vivir solo. Intentó armarse de un grupo de amigos, pero ya era tarde para remontar su debilitada personalidad y su frágil carácter. Muy pronto fue el "punto" del grupo, el "pajuerano" entre los capitalinos, que lo despreciaban y lo utilizaban para que pagara los gastos de las juergas. Destruido, volvió a la casa de sus padres, y continuó estudiando mientras trabajaba en el estudio de la tía Palmira, que lo tenía como mandadero, y donde fue aprendiendo la parte más vil de la profesión, de acuerdo al manejo de los casos que hacía su pariente, en connivencia con el juez de paz del pueblo. Pueblo chico, infierno grande. -¿Podría ser en este lugar? Al fin se recibió de abogado, y creyó que había llegado el momento de asociarse con su tía. Sin embargo, ésta no lo tuvo en cuenta en absoluto, y continuó siendo el pinche del estudio. Con algunos ahorros que tenía volvió a la capital a tentar suerte, esta vez en su profesión. Alquiló un departamentito de un ambiente en un edificio de oficinas cerca de los tribunales, y allí montó un precario estudio. Nuevamente la capital le fue esquiva, y al poco tiempo debió cerrarlo para continuar trabajando de pinche en su pueblo. Entretanto, había conseguido ponerse de novio con una chica poco agraciada de su pueblo, cuyo único interés se centraba en casarse con este estúpido muchacho que alguna vez heredaría las propiedades de la familia, y al que le era infiel permanentemente, para suplir la insatisfacción que la inexperiencia sexual de él le ocasionaba. -¿Podría ser en este lugar? Un buen día, Willy decidió participar en política, ya que creyó que ese sería el medio adecuado para sobresalir, para tener poder, para conseguir de una buena vez ser reconocido y respetado. La educación que había recibido lo había vuelto resentido e incapaz de aceptar la libertad y la diversidad de opiniones que respiraban los grandes partidos nacionales. Por lo tanto, optó por alinearse en un partido local que estaba formado por antiguos funcionarios de distintos gobiernos de facto que habían gobernado el país en un pasado reciente. Pensó que por fin sería alguien, que de la mano de esos hombres de actitudes rígidas e intolerantes, podría algún día ejercer el poder y vengarse de todos aquellos que lo habían despreciado. Cuán lejos estaba de la verdad. Aquellos hombres a los que él admiraba casi homosexualmente, no fueron diferentes al resto. Le dieron un cargo dentro del partido, pero en la práctica lo utilizaban para que ponga su matrícula de abogado al servicio de las patrañas de los ediles leales y sus negociados, y para pegar afiches de campaña en épocas de elecciones. -¿Podría ser en este lugar? Al poco tiempo su padre murió tan ignorado como había vivido. El corazón lo traicionó mientras dormía, y su mujer sólo se dio cuenta cuando después de sacudirlo violentamente para que se despierte y vaya a trabajar, él cayó de la cama sin una sola queja. Como había vivido. A los pocos meses, su madre, ya totalmente desequilibrada mentalmente, fue internada en un manicomio por su hermana Palmira (la otra ya había muerto en un accidente de tránsito debido a su alcoholismo), sin permitirle a él la menor opinión al respecto. Después de digerir la muerte de su padre y la internación de su madre, se casó con su novia. El matrimonio duró apenas dos años, tiempo suficiente para darle el apellido a un niño que siempre creyó que era su hijo, pero que en realidad tenía como padre a uno de los tantos miembros del partido que frecuentaban su casa para las reuniones políticas. Como suele suceder en estos pueblos, la actitud licenciosa de su esposa era conocida por todos menos por él, hasta que un día la encontró acostada en su propia cama, con un compañero de la asociación católica en la que ella participaba. Se fue a vivir solo a la casa paterna, dejó de frecuentar el partido y abandonó el trabajo en el estudio de su tía. Un año después, la tía Palmira lo fue a visitar, no por amor ni añoranza, ni siquiera por cortesía, sino para tratar la venta de la casa y hacer el reparto de bienes. Lo encontró sentado en el inodoro, muerto. La policía dijo poco después que debía llevar casi un año fallecido. Lo que nadie pudo explicar es por qué el cuerpo estaba casi intacto, y los gusanos, las ratas y los distintos insectos que habitaban la casa y que suelen adueñarse de los cadáveres, no se habían acercado a éste. Es más, se pudo comprobar que hacían todo lo posible por esquivarlo.- ¿Podría ser en este lugar? -No creo que haya inconvenientes, señorita, -le respondió el administrador del cementerio a la desconsolada muchacha-. Su madre puede descansar en paz en este lugar. En realidad, en esta parcela hay enterrados unos restos, pero la verdad es que no sabemos a quién pertenecen.


Los cuentos de Mario (UN PIE PERFECTO)

Daniela era una perfeccionista, una amante de la estética y la belleza.
Para ella, todo debía estar en un perfecto orden; cada cosa en su lugar, en perfecta armonía.
Otra de sus obsesiones eran los pies, los propios y los ajenos. Consideraba que allí radicaba una fuente de delicadeza, que merecía ser cuidada con esmero. Así, estudió podología, y al poco tiempo consiguió empleo en un centro de estética, un lugar apropiado para ella. Llegó puntualmente a su primer día de trabajo, portando un impecable maletín nuevo, que contenía todos los elementos necesarios para su labor, también comprados el día anterior.
No tuvo que esperar mucho, ya que antes que transcurriera una hora llegó su primera clienta. Una hermosa mujer de mediana edad ingresó al gabinete y tomó asiento. Luego de los saludos de rigor, se descalzó y extrajo un libro de su cartera, concentrándose en la lectura.
Daniela abrió cuidadosamente su maletín, y observó los pies que tenía frente a ella. Pequeños y estéticos, salvo... salvo por un detalle. El dedo meñique del pie izquierdo estaba deformado, torcido de forma tal que quedaba ubicado debajo del otro dedo.
La imperfección hirió su vista.
Un instante después había solucionado el inconveniente. Se maravilló de lo preciso y eficaz que era su nuevo alicate.
Lo demás se arreglaría prontamente. La mujer dejaría de gritar, y ella misma limpiaría la sangre.

Los cuentos de Mario (RESURRECCIÓN)

Abrió los ojos y una rara sensación lo invadió instantáneamente. Hizo tremendos esfuerzos por recordar qué había sucedido, tratando de traer algo a su mente vacía. Poco a poco fue tomando conciencia, fue recordando. Se había muerto, lo estaban operando de un tumor cerebral y se había muerto en el quirófano. Al recordar esto, se extrañó de no sentir ningún dolor en la cabeza, habían desaparecido esos dolores que lo volvían loco y que lo habían llevado a realizar una consulta médica. Los médicos le dijeron que tenía un tumor cerebral, que tendrían que operarlo de urgencia, y al día siguiente estaba en el quirófano. Y se había muerto allí.
Trató de identificar el lugar donde se encontraba. Notó que estaba acostado y sintió un gusto particular en la boca, gusto a tierra húmeda. Evidentemente, lo habían enterrado. Pensó con amargura que no estaba en un ataúd, sin dudas una idea de su detestable esposa, que ni siquiera le permitió una última morada digna.
Intentó incorporarse, y le sorprendió la facilidad conque podía hacerlo. Se deslizó hasta asomar la cabeza fuera, y se encontró con una noche plácida, un cielo plagado de estrellas y una suave brisa que benefició su rostro. Con poco esfuerzo sacó el resto de su cuerpo de la tumba y se quedó tendido en el suelo, que ostentaba en toda su superficie unas extrañas plantas del tamaño de arbustos, conformadas por unas hojas delgadas todas, exactamente iguales.
De pronto sintió pasos, y divisó a lo lejos las siluetas de dos hombres que se acercaban conversando animadamente. Se sintió invadido por una inmensa felicidad ante la inminencia de estar nuevamente en contacto con la humanidad, luego de la pesadilla de la que acababa de despertar. Intentó llamar la atención de los hombres, pero fue incapaz de articular palabra alguna, sólo un extraño chillido, apenas audible, salió de su boca. Volvió a intentarlo una y otra vez, pero inútilmente. Los hombres ya estaban muy cerca de él, y entonces creyó que una nueva pesadilla comenzaba, porque aquellos dos sujetos eran enormes, de una altura superior a los veinte metros, y para colmo no parecían verlo. Volvió a intentar llamarles la atención, sin conseguir hablar ni gritar, solamente articulando ese tonto chillido.
Recién comprendió cuando era demasiado tarde, la suela de la bota de uno de aquellos hombres se inclinaba hacia él como una enorme pared derrumbándose. Miró desesperadamente a su alrededor y entonces vio su cuerpo, y comprendió. Aquellos hombres tenían una altura normal, los arbustos de hojas iguales eran pasto, y él había muerto. Sí, había muerto y reencarnado... en una hormiga.

Los cuentos de Mario (EL OLOR)

La suerte estaba echada.
Carlos Palmieri caminaba despacio, sintiendo la llovizna que caía sobre su cabeza y sus hombros, desparramándose por todo su cuerpo, calándolo, penetrándolo de una manera lacerante. Trató en vanamente de ordenar sus pensamientos, de hilvanar en su confuso cerebro todas las circunstancias que lo habían puesto en esas callejuelas desiertas por donde ahora transitaba, sin atender los charcos y despreciando los reparos de las casas.
Habría dado su además por no haber estado cuando sonó el teléfono en su dormitorio. Llegó a su casa como siempre. Nueve horas de oficina habían hecho su daño: estaba destrozada lo. El ascensor cubrió lentamente los siete pisos que separaban la tierra firme de su departamento. Luego de un intento fallido, provocado más por cansancio que por torpeza, introdujo la llave de la cerradura, la giró dos veces e ingresó.
Allí estaba el olor, el viejo y querido olor de sus cosas, aunque… hoy había algo diferente en ese olor; una acritud casi imperceptible y levemente empalagosa se mezcló con “su” olor.
Acostumbrado a la contaminación ominosa de su hábitat de trabajo, restó importancia a aquel detalle. Sólo quería dormir, ni siquiera ducharse antes, sólo dormir. Se desvistió desganadamente y se acostó.
Los timbrazos sonaron en sus oídos como la más efectiva de las alarmas. Sintió un odio profundo hacia aquel ruido; pensó en no atender, se revolvió rebelde en la cama y al fin, derrotado, estiró su brazo. Una voz femenina, chillona y vagamente familiar le preguntó:
-¿Sr. Palmieri?
Se sobresaltó.
-Sí… ¿Quién es?
-¿Hace mucho que no ve usted a su madre?
Una mezcla de terror y enojo lo inundó. Esa voz…
-¿Es una broma o qué? -preguntó con una voz sin fuerza para el efecto que pretendía causar.
-No es una broma, señor Palmieri, es usted un mal hijo, pues su madre ha ido a visitarlo y usted ni siquiera la ha visto, usted cree que…
No quiso oír más, era demasiado estúpido aquel diálogo a esa hora, justo la noche en la que sólo quería dormir.
Ya no pudo conciliar el sueño. Primero lo adjudicó a al llamado (esa voz), pero luego se sintió nervioso ¿Era posible que a una llamada tan ridícula le adjudicara algún viso de realidad (esa voz)?
Comenzó a sentir nuevamente ese olor, y se levantó, en cierta forma aliviado por tener algo de que ocuparse.
Se dirigió hacia el baño, pero al olor no provenía de allí. Quizás en la cocina, pero no, allí tampoco. Tal vez el llamado (esa voz) lo había inquietado. Sin embargo el olor era real, lo sentía en ese mismo instante.
Deambuló hasta el dormitorio que había ocupado su madre antes de marcharse, luego fue hasta el living-comedor, volvió al baño y a la cocina. Nada. Pero el olor estaba allí.
Se derrumbó en un sillón, encendiendo el enésimo cigarrillo de la jornada. Nunca dejaría de fumar, y si alguna vez lo lograba, volvería a comerse las uñas. Era un círculo vicioso en el que estaba inmerso por culpa de sus nervios, o tal vez de su inseguridad, o quizás de sus miedos. Sí, eso era, los miedos que lo acompañaban desde niño: miedo a la noche, al día, a la soledad de, a la gente, a hablar, a callar…
¡Dios!
Éste no era su día, se sentía descompuesto de cansancio, pero no conseguía despegarse del sillón a causa de los otros miedos: miedo a la oscuridad, a los ruidos, a las sombras, a moverse y ser descubierto… ¿Descubierto por quién? Nunca lo supo, pero ya en la infancia sabía que tenía que quedarse quieto para no ser descubierto. Si tan sólo estuviera su madre.
Su mente le dio un respiro, comenzó a relajarse, y apareció nuevamente el olor. Tenía que hacer algo, forzarse a buscar el origen, ya que de otra forma su corazón estallaría de un momento a otro.
Se levantó aterrorizado. Le quedaba la vaga esperanza de que el olor viniera de afuera. Debía ser eso, ¿qué otra cosa podía ser? Recorrió atropelladamente todos los ambientes, encendiendo todas las luces posibles; luego volvió a recorrerlos aspirando fuertemente en cada uno, pero no consiguió localizar el origen. El olor estaba en todas partes y en ninguna.
¿El llamado (esa voz) sería acaso, junto con el olor, una de las bromas de su madre? Si esto era así, tal vez estuviera ella misma escondida en algún lugar de la casa.
Debería mirar debajo de las camas y dentro de los placares, aún arriesgándose a que apareciera una mano y lo apresara. Comenzaría con su cama, por las dudas. Nada había. Mejor sería no mirar debajo de la cama de su madre, era absurdo que hubiese algo allí. Sí miraría dentro de los placares, pero sólo en los de su dormitorio. Advirtió que seguía de rodillas al lado de su cama, miró las puertas de los placares y se puso de pie. Iba a abrir una de ellas cuando la luz se apagó. Se quedó paralizado, hasta caer en la cuenta que él mismo con su brazo había rozado el interruptor.
Ya estaba totalmente alterado. Al intentar encender nuevamente la luz, se enganchó la manga de la camisa con la llave de una de las puertas del placard, y esta se abrió, golpeándole fuertemente la nariz. Sintió un dolor intenso y la sangre que empezó a salir; empujó de un puntapié la puerta, pero ésta rebotó en lugar de cerrarse, y volvió hacia él golpeándolo y derribándolo. Desde adentro del placard, un bulto enorme se precipitó encima de él.
Desesperado, enredado, comenzó a golpear uno de los extremos de esa masa hasta que sintió que se rompía y ablandaba. La falta de respuesta de esa cosa lo tranquilizó en parte, pero sólo unos segundos, los que necesitó para comprobar que había estado golpeando la cara de su madre. Sintió un profundo terror al ver ese rostro destrozado, esos ojos que lo miraban fijamente, y esa boca rota y abierta que parecía iba a decirle algo.
No le daría tiempo. Ya su madre no iba a reprocharle nada, ni amenazarlo, ni hacerle bromas. Salió corriendo del departamento y se metió en el ascensor que aún estaba en su piso. El descenso era desesperante, el silencio lo oprimía. No terminaba de bajar nunca.
Con el último esfuerzo salió a la clase. Y allí estaba ahora, caminando bajo la llovizna, tratando de pensar en cuál sería la decisión correcta. Si tan sólo estuviera ahí su madre, ella sabría qué hacer. Pero no, él era un mal hijo que nunca hacía caso. Ella lo había prevenido por teléfono. Le había dado una señal con su perfume mezclado con olor… con olor… ¿a muerto?
Lo único que podía sentir con claridad ahora, era la voz de su madre, llamándolo. Cada vez más cerca.
Se despertó, y vio una vez más el rostro sonriente de su madre, ansiosa por transmitirle las directivas del día.
Sintió esa mezcla de amor y odio que lo acompañaba siempre en presencia de su madre.
Lamentó que todo hubiera sido un sueño. Después de todo, no era una mala idea.


Los cuentos de Mario (LA PRESENCIA)

Era inevitable, no podía aguantar más. Debía orinar cuanto antes. Odiaba ir al baño por la noche. Salir de la habitación hacia la galería significaba un suplicio insoportable. Encontrarse con las sombras de la noche cerrada, fría, húmeda, lo hace temblar convulsivamente. Sin embargo, no puede demorar más el momento. La punzada que sube desde el vientre se vuelve intolerable.
El sólo pensar en salir de la cama invoca a la Presencia. Un terror inmenso lo invade. No sabe muy bien qué es; es un rostro sin rostro, donde vive una expresión de suprema maldad, pero no facciones definidas.
Sabe que mientras permanezca en la cama, sin moverse, absolutamente quieto, casi sin respirar, la Presencia no reparará en él. Pero ahora necesita ir al baño, y para ello debe salir de la habitación y atravesar la galería descubierta.
Apenas comienza a incorporarse en la cama, siente los ojos que se clavan en él. No puede distinguir nada en la habitación, ninguna figura, ningún movimiento. Pero sabe que la Presencia lo está mirando fijamente, preparada para saltar sobre él en cualquier momento.
Primero deberá estirar el brazo para encender la luz del velador de su mesa de luz. La sola idea lo aterroriza, pero finalmente logra su cometido. El repentino resplandor iluminando el cuarto, lo sobresalta un momento. Desde su posición, de espaldas en la cama, recorre la habitación con la mirada. La iluminación no consigue tranquilizarlo.
Lentamente sale de la cama, muy despacio. Encuentra las chinelas y se las pone tratando de no hacer ningún ruido, esperando que la Presencia se olvide de él, aunque sabe que eso no es posible. Se pone de pie sigilosamente y comienza a caminar, lento, muy lento. Siente que los ojos siguen allí, observando atentamente todos sus movimientos. Llega hasta la puerta, la abre, y sale rápidamente cerrándola tras de sí. Siente la misma agitación de un maratonista que acaba de llegar a la meta.
Pero todavía no ha alcanzado su meta: llegar hasta el baño, orinar apresuradamente y regresar a la seguridad de su cama. Se aleja instintivamente de la puerta donde se había apoyado, temiendo que una mano salga a través de ella y lo aprese.
Calcula el tramo que debe recorrer para alcanzar el baño, mientras el viento frío de la noche le azota la cara. Mira hacia el cielo. Ni una nube, ni una estrella: sólo la oscuridad impenetrable. De pronto siente que los ojos están ahí; no puede verlos, pero sabe que están ahí, ocultos en esa oscuridad, observándolo.
Corre hasta el baño, cierra de un portazo y se dispone a orinar. Al cabo de un momento siente la Presencia. Está allí, detrás de él. Se le eriza el cabello en la nuca, su corazón palpita hasta que parece que va estallar dentro de su pecho. Siente la inminencia del contacto, el estómago le da un vuelco, y entonces comienza a volverse lentamente, angustiosamente decidido a enfrentar la causa de su terror ancestral.
Nadie puede creer lo que ha pasado. Alguien tan joven, prometedor, de razonamientos casi geniales.
Durante el velatorio, unos ojos invisibles a los allí presentes miran fijamente el cadáver, de cuyo ojo derecho, atravesando el pegamento utilizado para cerrarlo, asoma una lágrima. Más tarde, el médico de la familia le explicó a los deudos que eran secreciones comunes en algunos cadáveres. El mismo médico que diagnosticó la causa de la muerte: infarto.

Los cuentos de Mario (UN GOL A LA VIDA)

Martín caminaba lentamente, arrastrando los pies, por la banquina de aquella ruta sin iluminación, bajo una noche lluviosa, sin la presencia de la luna.
Se dirigía a su casa, donde debía recoger un montón de documentación que necesitaba para el sin fin de trámites que le había dejado como saldo el día que estaba terminando.
Todo había comenzado por la mañana, en la clínica psiquiátrica donde él y su esposa habían dejado internada, tal vez definitivamente, a su hija veinteañera. Había sufrido una nueva crisis, pero esta vez muy grave. Hizo impactar su cabeza varias veces contra la pared, hasta quedar inconsciente, sólo porque el perro había manchado con barro su blusa blanca, al saltar sobre ella para hacerle fiestas.
Durante todo el viaje de regreso a casa, Martín y su esposa lloraron mucho. Una vez sentados a la mesa de la cocina, mate mediante como siempre, comenzaron a intentar tranquilizarse, convenciéndose mutuamente de que el final de Martita era éste, tarde o temprano.
De pronto, la esposa de Martín comenzó a sentir esos dolores de pecho tan temidos después de los cuarenta años. Se dobló sobre la mesa, mientras Martín saltaba hacia el teléfono. A los pocos minutos llegó la ambulancia. La colocaron en una camilla, y luego la subieron al vehículo, para partir raudamente hacia el hospital, mientras el médico hacía las maniobras de reanimación. Martín, desesperado y como maniatado, asistía a la lucha desigual que su mujer, el amor de su vida, sostenía con la muerte. Cuando llegaron al hospital, había fallecido.
Martín nunca supo como llegó desde la ambulancia a aquel frío banco de hospital donde se encontraba sentado ahora, esperando no sabía qué. Sólo le habían dicho que esperara.
Permaneció así, casi desmayado, durante varios minutos, hasta que unos musicales timbrazos lo fueron trayendo de a poco a la realidad. Su teléfono celular llamaba. Lo quitó de la funda de su cintura, y lo miró como si fuese un objeto extraño en su vida. Respondió a la llamada. Una voz lejana, que llegaba desde unos ciento cincuenta kilómetros de distancia, le informaba de manera fingidamente compungida, que su madre acababa de morir en el geriátrico donde se alojaba. Escuchó y sin responder, cortó la llamada.
Se levantó mecánicamente del asiento, y comenzó a caminar desde el pueblo hacia su casa. De pronto, tomó conciencia de que necesitaba buscar la documentación de su esposa, de su madre, hacer llamadas telefónicas. Cuando ya estaba sobre la ruta que lo llevaba a su hogar, comenzó a llover. Por primera vez en su vida no le importó mojarse ni embarrarse los zapatos.
Comprendió que se había quedado absolutamente solo en el mundo. Alzó la vista del pavimento, y vio dos potentes luces que se acercaban rápidamente hacia él, dándose cuenta entonces que se había desviado de la banquina, y caminaba por el medio de la ruta. Se detuvo, elevó los brazos hacia el cielo, creyó ver a Dios, y sonrió.
Víctor siempre había sido el tonto del pueblo. Su padre era camionero y cuando falleció, Víctor heredó el camión.
Merced a unos amigos de la infancia que hoy en día eran funcionarios municipales, consiguió, a pesar de su retardo, el registro de conducir. Y se dedicó a vender por los barrios aves de corral. Se pasaba el día voceando su mercadería a través de un altavoz, y cuando caía la noche volvía feliz al pueblo, manejando a toda velocidad, mientras escuchaba música en la radio de su camión.
Esa noche llovía, pero eso no le impedía a Víctor circular a la misma velocidad de siempre, escuchando música. De pronto, divisó a lo lejos, a través de la cortina de lluvia, la figura de un hombre parado en el medio de la ruta, con los brazos abiertos, mirando al cielo y sonriendo. Se preguntó qué clase de loco fanático era ese, capaz de gritar un gol de esa manera, y que partido de fútbol importante se estaría jugando. Intrigado, desvió la mirada hacia la radio y se dispuso a cambiar de estación, olvidándose que el hombre seguía allí, parado en el medio de la ruta.
Los funcionarios amigos de Víctor presionaron sobre el juez, para que cerrase el caso como suicidio... Y no se equivocaron.

Los cuentos de Mario (FEALDAD EXCLUSIVA)

Desde su ingreso al jardín de infantes, Mariela se había destacado por ser las más fea de todos los cursos escolares por los que había pasado.
Había llegado al cuarto año de la secundaria, y la fealdad que en los primeros años de estudio había sido un suplicio, debido a las crueles bromas de sus compañeros, se había convertido en un motivo de orgullo para ella, ya que esa misma fealdad la había convertido en simpático centro de atención de sus camaradas, llegando a ser la más cuidada y la más querida del grupo.
Pero este cuarto año se proyectaba diferente en la mente de Mariela: un grupo de chicas igualmente feas había ingresado al curso. Sintiendo que perdía protagonismo, hizo todo lo posible por afearse aun más. Se cortó el cabello muy corto y desparejo, mantuvo su cuerpo y su ropa lo más sucios que podía soportar, y adelgazó hasta convertirse en un esqueleto ambulante.
Pero estas tácticas no dieron resultado, las bromas y el cariño de sus compañeros se repartían irremediablemente entre todas las feas por igual. Para colmo, había una compañera, María Sol, del grupo de las bonitas, que sintiendo lástima por ellas se empeñaba en reunirlas en una especie de clan, y las elogiaba para que se sintieran lindas como las demás. Las feas adoptaron enseguida a María Sol como líder, pero Mariela la odiaba. Ella no quería sentirse linda, quería ser la única fea, la más querida del grupo por ese motivo, como siempre.
Un sábado de junio, invitó a todas las feas y a María Sol a pasar el fin de semana en su casa. Todas concurrieron halagadas. Durante todo ese sábado, compartieron juegos, oyeron música juntas, bailaron, se contaron sus más íntimos secretos. Mariela pudo comprobar algo que intuía: la mayoría de las chicas, a diferencia de ella, eran muy fumadoras, sobre todo María Sol. Se sintió feliz por esta comprobación, indispensable para llevar a cabo su plan. 
Luego de cenar en compañía de los padres de Mariela, y cuando éstos se retiraron a dormir, las chicas decidieron quedarse a conversar en la cocina. Mariela hizo café, y el resto propuso comprar galletitas dulces para compartir. Reunieron dinero entre todas, y Mariela sintió que había llegado su momento. Dijo saber de una despensa que no cerraba hasta muy tarde y se ofreció a ir a comprar.
Salió a la calle, y deteniéndose un instante en el umbral, aspiró profundamente absorbiendo el fresco aire de la noche.
Sus compañeras, mientras tanto, continuaban chismoseando alegremente en la cocina. Unos veinte minutos después, María Sol propuso fumar y convidó cigarrillos a todas, y sacó su encendedor para ofrecer fuego.
En ese mismo momento, Mariela, ya alejada varias cuadras de su casa, caminaba repasando mentalmente si no se había olvidado de abrir alguna de las llaves de gas de la cocina. Desde su casa llegó la confirmación bajo la forma de una tremenda explosión. Apenas tuvo un recuerdo triste para sus padres, pero se contentó sabiendo que habían muerto mientras dormían, sin sufrimiento.
A partir de ese día, Mariela volvió a ser la más querida y popular entre sus compañeros, tanto como odiaron a aquel grupo de feas y a María Sol, por haber sido responsables, con su imprudencia, de dejar huérfana a Mariela.

Los cuentos de Mario (EL VIRTUOSO)

Cuando salimos del pub estábamos eufóricos, el mundo se nos presentaba como un lugar maravilloso para vivir, y nunca hubiéramos imaginado lo que sucedería después. Todos habíamos bebido mucho, muchísimo, y estábamos muy borrachos. Pero Marcelo lo estaba de tal modo, que hasta nosotros nos dábamos cuenta.
Tal vez el motivo justificara nuestra borrachera, al fin de cuentas éramos flamantes profesionales universitarios. Todo lo que siempre habíamos anhelado, lo podríamos lograr a partir de aquel día.
No obstante, la actitud de Marcelo nos extrañaba, ya que él era para nosotros un símbolo de todo lo bueno que hay en este mundo, a punto tal que durante todos los años de facultad que pasamos juntos, no pudimos aceptarlo como uno de los nuestros. Él encarnaba la bondad suprema, la honradez, la abnegación. Siempre lo sentimos diferente de nosotros a causa de sus virtudes, y el mínimo contacto con él nos hacía sentir doblemente nuestras miserias, nos hacía avergonzar. Era un alumno brillante y se había recibido con honores, estudiando prácticamente solo durante toda la carrera, mientras nosotros armábamos y desarmábamos grupos de estudio buscando encontrar la mejor manera de pasar los exámenes con el menor esfuerzo. Casi todas estas reuniones de "estudio" terminaban en charlas inconducentes, con los hombres hablando de mujeres, las mujeres hablando de hombres, y todos hablando de sexo, y hasta algunas veces practicándolo. Todo ello regado con incontables litros de toda clase de bebidas alcohólicas, muchos de los cuales terminaban derramados sobre los apuntes que deberíamos estar estudiando.
En cambio, Marcelo se sumía en el estudio en completa soledad, aislado de todo y de todos. Ni siquiera compartía con nosotros un café a la salida de la facultad y, para ser sincero, todos nos alegrábamos por eso. No nos agradaba su compañía.
Luego, los resultados saltaban a la vista: notas brillantes para él, aprobación a duras penas para nosotros.
Jamás le conocimos una novia, ni siquiera una relación ocasional con alguna mujer. No tardó a comenzar a correr el rumor entre nosotros, sobre su eventual homosexualidad, pero la teoría fue desechada al cabo de un tiempo por falta de sustento. No había mujeres en su vida, ni nada que tuviera que ver con el sexo.
Algunos de los nuestros que alguna vez se acercaron a él por simple curiosidad, tratando de escudriñar su vida privada, llegaron a saber por su propia boca, que concurría diariamente a misa, que gustaba del ajedrez y se dedicaba a analizar las partidas de los grandes maestros. También pudieron saber que sus vacaciones consistían en ir a misionar con un grupo católico de scouts a lejanos pueblos de provincia, allí donde la miseria era extrema y la ayuda raras veces llegaba. No gustaba del cine ni del baile, y en lo que respecta a la música, sólo escuchaba la de cámara mientras estudiaba. Sentía un gran amor por los animales, y compartía su vivienda con una gran cantidad de perros a los que cuidaba con esmero, los que constituían su única familia.
Por todo ello nos extrañaba verlo así aquella noche, tanto como nos extrañó que aceptara nuestra invitación para unirse al festejo. Una invitación hecha con desgano, sólo en nombre de los años de facultad compartidos, y sabiendo de antemano que la rechazaría. Sin embargo, ante nuestros emisarios esbozó su habitual, franca, bondadosa y detestable sonrisa, y aceptó encantado el convite.
Esto nos puso a todos de mal humor, ya que no queríamos un aguafiestas entre nosotros, y hasta planeamos darle una dirección equivocada del lugar, con tal de no contarlo entre los presentes. Al fin decidimos que la suerte estaba echada, y nos resignamos.
Concurrió puntualmente a la cita, ocupando una silla vacía en un extremo de la amplia mesa. La primera sorpresa fue cuando hizo su pedido al mozo. Hubiéramos apostado cualquier cosa a que consumiría algo así como leche o granadina, pero encargó los mismos tragos que tomábamos nosotros, todos de una alta graduación alcohólica.
Permaneció en silencio toda le velada, bebiendo y sonriendo con cada una de nuestras anécdotas. Nadie intentó hacerlo participar, y tampoco él parecía interesado en que eso sucediera. Sólo bebía y sonreía en silencio.
Cuando el sueño y el cansancio comenzaron a hacer mella en nosotros, y las historias perdieron interés, decidimos irnos.
Marcelo salió junto con nosotros, y ahí fue cuando tomamos conciencia de lo mucho que había bebido, al verlo tratar de avanzar luchando a duras penas con movimientos descontrolados y torpes. Iba delante de nosotros, bamboleándose y sonriendo como recordando todo lo que se había hablado esa noche.
Nos fuimos retrasando con respecto a él, hasta que se alejó casi media cuadra, mientras nos regocijábamos con comentarios groseros y burlones sobre su estado.
Al cabo de un tiempo, observamos que se acercaba hacia nosotros uno de esos chicos de la calle que se dedican a vender ramilletes de flores en lugares públicos. Cuando llegó a la altura del encuentro con Marcelo se produjo una graciosa situación, ya que era tal la borrachera de éste, que circulaba de un extremo al otro de la vereda, y el niño no conseguía pasar. Finalmente, chocaron de frente el uno contra el otro, y el pequeño cayó de espaldas, mientras Marcelo continuaba su incierto camino.
Cuando llegamos al lugar donde había caído el chiquillo, lo encontramos con la nariz ensangrentada, sollozando. Al preguntarle si se encontraba bien, nos miró con ojos espantados, se puso de pie a duras penas y mientras se alejaba de nosotros balbuceó que el hombre con el que había tropezado lo golpeó con el puño en la nariz. Incrédulos, pensando que se trataba de un error, lo vimos alejarse.
Marcelo se había alejado aun más, de forma tal que apretamos el paso hasta alcanzarlo, sin dejar de pensar en las palabras del niño. Comenzamos a mirarlo de soslayo, todos en silencio, mientras caminábamos a su lado. La sonrisa de Marcelo se había acentuado.
Por fin llegamos a la estación donde debíamos abordar el tren. El andén aparecía despoblado, a excepción de una anciana y nosotros.
Nos desparramamos en los asientos de la sala de espera, mientras Marcelo hacía lo propio, elegantemente, en el borde de uno de ellos. La anciana nos observó un momento entre curiosa y asustada, y luego inclinó la cabeza sumiéndose en sus propios pensamientos.
Al cabo de un tiempo arribó el tren, con sus ruedas ejecutando la habitual y monótona melodía. Frenó con un bufido, y todos nos acercamos a la puerta de uno de los vagones, subiendo desordenadamente. Marcelo fue el único que recordó las normas de cortesía, colocándose detrás de la anciana para cederle el paso. Igual que en la sala de espera, nos ubicamos desmañadamente en los asientos. Al instante, el tren arrancó con un tirón y sentimos bajo nuestros pies una especie de pequeños saltos provenientes de las ruedas del vagón. El tren frenó un momento, pero luego reanudó su precisa y despreocupada marcha. Marcelo se había sentado al final del vagón, y miraba por la ventanilla con una permanente sonrisa dibujada en sus labios. La anciana no estaba en nuestro vagón.
Cuando el tren se detuvo en la estación siguiente, vimos correr al jefe de estación hacia la locomotora. Nos asomamos con curiosidad por las ventanillas, y alcanzamos a ver al hombre discutiendo acaloradamente con el maquinista. Al cabo de un rato, ambos subieron al primer vagón y no tardaron en llegar al nuestro, seguramente el único con pasajeros, salvo por la anciana.
Antes de que empezaran a hablar, comprendimos por la expresión de sus rostros que nada bueno pasaba. Desordenadamente nos explicaron que en la estación anterior, en la cual habíamos subido, una anciana había sido arrollada. Nos preguntaron si habíamos visto a la mujer, a lo cual todos respondimos que sí, y algunos recordaron el extraño traqueteo al comienzo del viaje. El maquinista coincidió en que también había sentido algo raro, y que en un primer momento detuvo la marcha, pero luego supuso que se trataría de algún perro vagabundo, y decidió continuar la marcha.
Mientras decía esto, el andén se pobló de policías, algunos de los cuales no tardaron en subir a nuestro vagón, que efectivamente era el único que llevaba pasajeros. Luego de conversar con el jefe de estación y con el maquinista, dos de ellos se llevaron a este último detenido, y el resto se acercó a nosotros, informándonos uno de los uniformados que debíamos acompañarlos a la comisaría para declarar en calidad de testigos.
Resignados a nuestra suerte, fuimos bajando uno a uno, salimos de la estación y nos fuimos acomodando en los patrulleros, mezclados con los policías. 
En la comisaría, cada uno de nosotros hizo su declaración, y fuimos quedando en libertad. Nos fuimos reuniendo en la puerta de la comisaría, y una vez que hubo salido el último, comenzamos a caminar con rumbo incierto, en un barrio extraño y con un agotamiento espantoso. Los varones caminábamos encabezando la marcha, y las chicas venían detrás.
Desde el momento en que habíamos visto correr al jefe de estación, todos nos habíamos olvidado de Marcelo; incluso en nuestras declaraciones, a ninguno se le ocurrió mencionar que él había sido el último en subir al vagón, y que se había colocado detrás de la anciana para cederle el paso.
Un perro vagabundo pasó a nuestro lado en dirección contraria, sin que ninguno de nosotros le prestase demasiada atención. Pocos segundos después, oímos un gemido estremecedor rompiendo el silencio de la noche, y todos nos volvimos sobresaltados.
A pocos metros de nosotros estaba Marcelo, con el perro tendido a sus pies, agonizando entre espasmos, mientras abundante sangre corría por la vereda llevándole la vida. 
En la mano derecha de Marcelo se destacaba el brillo de una navaja. Su rostro no había perdido la sonrisa, y sus ojos se posaron en cada uno de nosotros. Al fin, dijo:
-Todos estos años los he dedicado a estudiar, para formarme y crecer. Lo que no pude aprender fue a desenvolverme en esta sociedad, manejada por personas como ustedes. Después de la reunión de esta noche, donde he escuchado sus historias, ya sé como hacerlo.
Giró sobre sus talones sin perder la sonrisa, y se alejó lentamente de nosotros.
Nunca más volvimos a saber de él.